Is 35,1-6a.10; Sal 145; Sant 5,7-10; Mt 11,2-11

La profecía de Isaías, que Jesús hace ver que se cumple en él a los enviados por Juan el Bautista (“Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán…”), puede tener para nosotros el mismo propósito que tuvo para los contemporáneos del profeta. Dios hizo llegar esta profecía al pueblo de Israel cuando estaba deportado, pero ya habían recibido el permiso de regresar a su tierra y restaurar Jerusalén y el templo. Sin embargo, el regreso no animó mucho ni a muchos. En parte porque los judíos a los que se les invitaba a regresar Israel y Jerusalén eran para ellos lugares nuevos y desconocidos (habían pasado varias décadas) y tenían que afrontar la incertidumbre de un futuro desconocido. Por otra parte porque ya se habían instalado y hecho vida “en tierra extrajera”, se habían acostumbrado a vivir en aquel país. También a nosotros puede pasarnos esto: que estemos demasiado acostumbrados a “este país” y esta vida y que nos dé miedo o sintamos incertidumbre ante el mundo y el reino a los que el Señor viene a traernos. Que la profecía de Isaías llene nuestro corazón de alegría para anhelar la venida del Señor y prepararnos para ella con esperanza.

 

Domingo III de Adviento (Gaudete) 2025